El otro día me senté en un parque cerca de dos chicas jovencitas que comían sin demasiado entusiasmo, totalmente absortas en una apasionada conversación. Eran francesas. Tan francesas que conocían un millón de palabras en francés. Y esto lo sé porque pude oír cómo las decían todas, una detrás de la otra.
Hablaban las dos a una velocidad de vértigo cuando se les acercó un grupo de pájaros atraído por las migas de su comida. Y entonces, de repente y sin previo aviso, tuvo lugar una de las escenas más surrealistas que he presenciado en toda mi vida. Las chicas -que un segundo antes ignoraban a conciencia todo lo que ocurría más allá de sus narices- aparcaron la conversación de repente y se giraron hacia los pájaros, ofreciéndoles comida de su propia mano al tiempo que les decían:
-Ven aquí, guapo, ven.
¡En español! En un español perfecto, fluido y cariñoso. Nunca sabré qué conexiones neuronales llevaron a las dos chicas francesas a concluir que los pájaros de mi ciudad entienden el español pero no el francés. Pero recuerdo la increíble sensación de confianza que desprendían esas chicas. Se sentían tan cómodas siendo ellas mismas que rezumaban seguridad.
Hay una juventud ahora que vive en un mundo distinto al que nosotros vivimos. Un mundo mucho más grande, más interesante, mejor construido. Tan atractivo que resulta contagioso. Por eso me senté yo en el parque cerca de esas chicas. Porque quería sentir su energía y colarme de su mano en ese mundo nuevo.